Todos sabemos que, si queremos vivir,
llega un tiempo en que debemos renunciar a nuestros muertos.
Dejarlos ir hacia las aguas.
Dejarlos convertirse en la foto sobre la mesa.
Joan Didion
*Este texto originalmente se llamaba Señales de vida, publicado en mi libro Ignífugo (2018), pero le cambié el título con fines honoríficos.
Escuché por ahí una nota que le hicieron a Samanta Schweblin. Ella dice que uno cuida a los que quiere, con el pensamiento. Entonces, si uno piensa algo, la realidad no puede copiar a la ficción, a lo que la imaginación propia inventa. Estar pensando en lo peor todo el tiempo para evitar, de alguna manera, que lo peor ocurra. El 17 de agosto de 2014 yo pensé en lo peor desde que salí de mi casa y caminé las tres cuadras que faltaban para llegar a ese departamento de calle Lafinur. Pensar en lo peor no evitó que lo peor ocurra. Ese día, la ficción atravesó el umbral hacia este lado y se convirtió en realidad.
Éramos cuatro. Era nuestro primer año de estudiantes. Nos hacíamos compañía casi todo el tiempo: cenábamos noche por medio, nos turnábamos los lugares para dormir, pero dormíamos casi siempre en casa, porque Mica vivía conmigo y el punto de encuentro predilecto era el departamento que alquilábamos sobre Cabello. Los amigos suplantan un poco a la familia para nosotros, los estudiantes del interior.
Antes de mudarme a Buenos Aires, mis viejos no querían bajo ningún punto que yo viviera sola, por si me deprimía, por si no estudiaba, por si me pasaba quién sabe qué. Y yo no quería bajo ningún punto vivir en una pensión con toque de queda después de las doce de la noche. Unimos esos dos bajo-ningún-punto y llegamos a la conclusión de que podría vivir con alguien.
El único primo de mi edad ya estaba ubicado con su hermana en Belgrano y mis dos mejores amigas se iban a vivir a Santa Fe capital. Quedábamos yo... y yo.
En el acto de colación del secundario, Mica me dijo que tampoco tenía con quién vivir. Ahí nomás le dije si quería vivir conmigo. Le conté que no tenía decidido departamento ni barrio, pero si universidad. “¿Bioquímica te vas a estudiar? Pero con lo que a vos te gusta la política, qué raro. Yo me voy a estudiar hemoterapia, en la UBA”.
Funcionábamos como los engranajes de un reloj. Cuando ella cocinaba, yo lavaba. Si yo limpiaba el baño y la piecita con los dos balcones, ella se encargaba de dejar de punta en blanco la cocina y el living. Comíamos lo mismo, estudiábamos bastante, y salíamos de joda. Nos llevábamos bien.
En una de esas charlas nocturnas iluminadas por luces de celular, la incluí en mi plano mental de mejores amigas. Yo planeo todo en mi cabeza, me figuro todas las cosas organizadas en cajoncitos que voy abriendo y cerrando, aunque casi siempre hay varios abiertos simultáneamente. Algunos se crean por generación espontánea, como esa teoría del origen de la vida, donde las ratas se originaban de montañas de ropa sucia. Teoría que un día quise comprobar dejando un montón de ropa en una esquina de mi pieza, emulando lo que habría hecho Aristóteles. Me había imaginado ratones con una media en la cabeza saliendo desde la base del montículo, caminando medio bobos de tanto olor a pata. Después me olvidé, la ropa alguien la juntó y nunca hubo ratas en la pieza ni en ningún lugar de mi casa entrerriana. Buenos Aires sí que está lleno de ratas y me cuesta creer que no se generen espontáneamente.
Convivimos desde marzo hasta vacaciones de invierno. Hubo un problema ajeno a nosotras. El recuerdo se me borronea como acto de defensa propia contra la culpa. El olvido es el caparazón que tenemos los humanos, nos protege de monstruos más reales que los de las películas, monstruos de esos que nos comen el cerebro. Monstruos mentales que se alimentan de masa cerebral y de exceso de consciencia.
Cuando ella se fue a vivir a otro lado, yo sentí un vacío raro. Tenía ahora más libertad, la libertad que me fue negada al principio de mi vida de estudiante. No lo vi como algo positivo. No sabía cómo hacer los zapallitos rellenos que almorzábamos todos los viernes ni encontraba las listas de reproducción que poníamos en las previas. Me faltaba el espejo micaelesco que me decía no che, eso te queda feo, y tampoco tenía con quien conversar y conservar incertidumbres cuando nos íbamos a dormir, una cama al lado de la otra, separadas por la mesa de luz. La habitación del departamento se volvió una habitación sin muebles, quedó solo mi colchón en la esquina contra la ventana, sobre el que, por lo menos, pegaba el sol. Retumbaban mis pasos, mis estornudos, mi voz y el abrir y cerrar las puertas del placard.
A partir de ahí, mi familia empezó a venir mucho más. Habían venido el finde largo del 17 de agosto, pero se fueron el domingo a la noche, porque el lunes tenían algo en Chajarí. No me acuerdo qué.
Alrededor de las siete de la tarde, bajé a comprar un fernet porque habíamos quedado en salir esa noche, solo nosotras, el cuarteto. Mica no aparecía en WhatsApp desde el viernes 15, pero la contabilizábamos igual. Era habitual que pasara varios días sin responder los mensajes, después volvía recargada. Yo no estaba preocupada: era Mica dosificada. Apoyé el fernet en el centro de la mesa para atender el timbre. Eran Piki y Noe. Ellas sí lo estaban.
Me contaron que habían ido al edificio de Mica, que no atendía el timbre. Una chica que justo salía les había abierto la puerta del edificio. El departamento estaba ubicado en planta baja. Tocaron el timbre, golpearon la puerta, miraron por la cerradura y por la hendija inferior. Nada. Solo se veían luces prendidas. No se escuchaba ningún ruido, ni un movimiento. Con ese no-aparece, no-está, fueron a buscarme. Decidimos, en una deliberación de brazos cruzados, volver al edificio, a ver qué podíamos hacer.
Mientras me contaban todo lo que habían visto, más surgía en mi pecho una sensación fea, un regusto triste que atribuí a mi dramatismo novelesco. Jamás me había anticipado a nada y siempre fallaba. Nunca tuve puntería futurista de bola de cristal. Nunca como esa gente en las películas que tiene un mal presentimiento y la casa se le está prendiendo fuego o el amor de su vida está teniendo un accidente justo en ese momento. No, a mí no me pasaba, el mal presentimiento era sólo una figura retórica.
La mamá de Mica insistentemente nos llamaba pidiendo novedades, estaba preocupada y a quinientos kilómetros. Ella tampoco tenía noticias desde el viernes. Estaba doblemente preocupada porque también su mamá estaba en capital, que había venido a cumplir la prometida visita desde la mudanza en julio. Ahora eran dos las que no aparecían: ni Mica, ni su abuela.
Caminamos las tres cuadras que faltaban para llegar a ese departamento de calle Lafinur, yo pensando todo el tiempo en lo peor. Lo que se dice “me acuerdo patente”, me acuerdo, sí. Nos habíamos tomado de los antebrazos, como hacen las viejitas para no caerse. No sé por qué hicimos eso. Hay reacciones que también se anticipan a los hechos. Me latía el corazón como si fuera el corazón de una rata. Otra vez las ratas.
Cuando doblamos la esquina en Lafinur, vi las luces azules encandilantes del patrullero. La vecina había llamado al 911. Intercambiamos un par de palabras con los policías. Nos pidieron datos y nuestros documentos. Ninguna lo tenía encima. Un policía me pidió llenar una ficha con mis datos y con los datos de las desaparecidas. Me temblaba el pulso por los nervios y tenía una sensación de vacío en el estómago que hacía eco en mi boca. Llené la ficha con los pocos datos que me acordaba. Nadie sabía el nombre de la abuela de Micaela. Me sentí acorralada y mal, quise vomitar.
Después de esto, o simultáneamente, otro policía de la seccional mandó la orden por Handy de tirar la puerta abajo, un juez lo había autorizado —qué rápidos los jueces para el morbo—. Mientras los hombres se preparaban buscando los elementos para abrir el departamento, apareció la encargada del edificio. Era una señora gordita con guardapolvo azul. Tendría, no sé, cincuenta y cinco o sesenta. Nos dijo que ella tenía una copia de llave del departamento.
Yo me acordé justo en ese momento que Mica me había dicho lo de la llave la última vez que nos vimos. Nos habíamos visto una semana antes, habíamos quedado en comer una pizza en mi casa, nuestra antigua casa. Ese día salí del gimnasio, compré queso cremoso que a las dos nos encantaba, ella cocinó y comimos. Yo lavé, imitando la rutina que solíamos llevar. Me dijo que había venido de misa recién nomás, “fui a la parroquia de acá a la vuelta”. Para mis adentros me dije que qué raro misa, un martes. En mis cajoncitos mentales, la misa era una obligación con el de arriba los domingos. Como si a algún santo lo pusieran a controlar, a tomar asistencia.
La llave aparecida mágicamente facilitaba el ingreso, los policías guardaron ese elemento negro con manijitas parecido a un tronco, que usan para voltear puertas de narcos y cocinas de droga. La casa de Micaela merecía ser abierta con una llave, respetando lo que pasaba adentro, no era cosa de corromper y actuar como si todo fuera un trámite y delincuencia. ¿A la policía le gustará voltear puertas o le dará miedo lo que puede haber detrás?
Tenían puestas máscaras de gas, procedimiento habitual ante lo desconocido tras una puerta cerrada. La abrieron despacio. Uno de ellos, empujó con el antebrazo un poco más porque se cerraba. Nosotras, paradas en el hall del edificio, esperábamos. Se había añadido una cuarta a la espera, la encargada.
Yo me imaginaba el departamento sin nadie, para mí ellas estaban perdidas en Flores sin saber volver. Lo peor que me imaginaba era un robo. El policía que no estaba sosteniendo la puerta, repetidas veces miraba para adentro del departamento y nos miraba, volvía a mirar adentro, y nos volvía a mirar. No sé cuánto tiempo se repitió esta secuencia. Cuando entendió, se corrió la máscara hasta colocársela de vincha y salió con la mirada en un punto fijo en dirección a la vereda, a llamar a alguien. El otro policía lo siguió pero se detuvo ante nuestra insistente pregunta de qué pasa. Queríamos saber. Estábamos ahí pintadas, cuando nosotras éramos las que nos habíamos dado cuenta que no daban señales de vida. “¿Están ahí?” pregunté yo. Él, con la máscara colgando por el cuello respondió que sí, pero que estaban muertas en el piso. Desde ese día utilizo el término “no dar señales de vida” de otra manera. Hay gente que no da señales de vida, porque no tiene vida, porque está muerto en el piso.
Lo siguiente sucede en mi cabeza como una película. Bah, como una novela de medio pelo. Creo que grité, no me salía el llanto porque todavía mi mente no había comprendido. Se me cerraron y bloquearon todos los cajoncitos.
Salí del edificio y me senté en el piso. Noe estaba al lado mío. A Piki la perdí de vista por un momento. Hay escenas en negro, como si la cinta del largometraje se hubiera cortado y pegado en otra parte, en una parte que no era lo que estaba pasando ahí mismo.
Llegó mucha más gente, más policías, una camioneta de la policía forense, una ambulancia, patrulleros que apagaban la sirena mientras estacionaban como podían en el poco lugar que quedaba. Pasaban al departamento abierto de par en par esquivando la cinta de peligro que alguien colocó tan rápido en la puerta del edificio que figura invisible para mí. La encargada nos obligó a las tres a entrar a su departamento, que estaba también en planta baja. Cerró la puerta. Había un brasero prendido, y humedad cortante conservada dentro. El ambiente parecía el interior de un frasco. Asfixiante. Un gato estaba arriba de la mesa cuando nos dijo que nos sentáramos, que nos iba a hacer un té. Volvió con una taza para cada una. Estábamos las tres mudas como momias y el gato maullaba buscando caricias revolcándose entre las tazas humeantes. Piki suele tener los ojos chiquitos, ese día estaban muy grandes.
Quería llamar a mi mamá, quería responder todas las llamadas perdidas y los mensajes que tenía de la madre de Mica, del novio de Mica y de otra gente. Mi celular se había vuelto insistentemente solicitado, pero nadie todavía sabía bien, menos nosotras. No sé si tomé el té, no sé a qué hora salimos de ese departamento caluroso, tampoco sé cómo se enteraron los que me mandaron mensajes preguntándome por lo que había pasado. El infierno grande que es Chajarí había viajado todos los kilómetros que lo separaban de la capital, se había extendido su radar de chismes. Algunos ya sabían y nosotras no le habíamos dicho nada a nadie porque todavía no nos dejaban. Precauciones.
Cuando la llamé a mi mamá, todavía estaban en viaje. Seguían en la ruta porque un partido de River los demoró el triple en salir de capital. Hacía poquito que habían pasado los puentes Zárate brazo largo. Hasta habían pensado en volver, porque ya eran como las doce de la noche. Me atendió como me atiende siempre, alargando la a cuando dice “Marulita”, que se convierte en un “Marulitaaaaa” —apodos de madres que me da un poco de vergüenza revelar—. No sé qué le dije ni cómo se lo dije, pero ella había entendido. Ahí mismo le pidió a mi papá que frenara el auto, que parara al costado de la ruta, que había pasado algo. Ese momento lo recuerdo como si hubiera estado adentro del auto con ellos. Supongo que era lo que más deseaba en ese momento, estar lejos y que estuviera ocurriendo cualquier cosa menos lo que pasaba en ese monoambiente de la calle Lafinur con solo una ventana al pulmón de manzana. Mi mamá lloraba. Me dijo algo de “no, mi amor, no tenés que sentir que es tu culpa” y ahí nomás dieron la vuelta para volver a capital.
Después un policía me pidió que lo comunique con la madre de Micaela. La tuve que llamar. Tragué saliva, me raspó tragar, me dolió tragar. Me había olvidado de tragar saliva y me tuve tragar todo eso. Tragué también un poco de lágrimas y asumí la responsabilidad que se me pedía. Carina me atendió agitada, le dije que alguien quería hablar con ella con toda la entereza posible y le pasé el celular a ese policía gordo: ahora me recuerda a Hank de Breaking Bad. No sé qué le dijo, pero sé que no le dijo que su hija y su madre estaban muertas, solo le dijo que era una situación complicada o algo así. En vano y a favor.
Después sacaron los cuerpos envueltos en bolsas negras con cierre. Hicieron todo tan metódico que, para mí, estaban tachando los pasos de una lista a seguir. Ahí pude distinguir, —por la forma de la bolsa y por el poco peso que significaba para los dos que cargaban el bulto—, que el primero que subieron a esa Traffic blanca fue el cuerpo de Mica. En ese momento me cayó todo encima, como un chaparrón de cosas en las que no había reparado. Comprendí el significado horrible de cargar a alguien como una bolsa de papas. Me hundía segundo a segundo en la interminable certeza de que sin Mica no podía ser lo mismo que con Mica. Y no me equivocaba, no es lo mismo.
Sin tocarnos y sin mirarnos, volvimos las tres juntas a mi departamento. Giré la llave temblando, abrí la puerta y vi el fernet como centro de mesa. Todavía nos estaba esperando porque nadie le había avisado que ese día, ni ninguno de los que iban a pasar, era de fiesta. Llegaron otras personas que ahora me cuesta recordar sus caras y expresiones. Eran amigos y compañeros nuestros y de Mica. Fueron ni bien se enteraron. Fueron a acompañar el dolor y porque también querían corroborar lo que ocurría, pienso yo. Nadie caía en lo que pasaba. Éramos alrededor de diez cuando llegaron nuevamente mis viejos. Nadie hablaba ni nada, creo. El recuerdo del momento está guardado en mi memoria en blanco y negro. Las paredes, las sillas, las camas, todo en ese departamento era gris. Es como si yo hubiera vivido ese día viendo en monocromo igual que los perros. Para mí, los perros ven a color. De otra manera, ¿cómo podrían andar tan contentos todo el tiempo?
Cuando el resto se fue, dormimos las tres juntas. Mis viejos en la pieza y nosotras en el living. Mi mamá nos despertó al día siguiente, aunque no sé si dormimos. Nos hablaba despacito, me acariciaba el pelo y nos preparó tres tés como los de la encargada. Nos ordenó una por una que nos bañáramos. Seguí las instrucciones como el autómata de La mejor oferta.
A media mañana fui con mis viejos a la morgue judicial de la calle Junín y ahí mismo creo que crecí los años que me faltaban para llegar al estado de adultez. Mica tenía solo la cédula de identidad y sus familiares no tenían cómo retirar el cuerpito si no tenían esa constancia. Fui a hacer la denuncia de documento extraviado para poder retirarla y llevarla a Chajarí. A ese episodio me gusta llamarlo “burocracia completamente al pedo”. Por qué, me sigo preguntando, es más complicado retirar un muerto de una morgue que un nene de un jardín de infantes.
En la comisaría de a la vuelta de la morgue, un policía que tecleaba en un teclado de la época de Menem, me preguntó porque la persona no había ido personalmente a hacer la denuncia, y porque había ido yo, que ni siquiera familiar era. Ese día hablé con más policías que en toda mi vida. Otro récord para la listita de records horribles que tengo de ese día pegada en el tablero mental. Porque falleció, señor, se intoxicó con monóxido de carbono por un calefón que funcionaba mal y por la negligencia de un gasista que no supo solucionarlo y lo dejó así. Por eso, señor policía. Me dieron la constancia en menos de dos minutos, estaba manchada con papel carbónico. Carbono por todos lados. Noche carbónica y día carbónico. Noche monotóxica de carbono.
Mi recuerdo del velorio fue estar abrazada a mucha gente. El cementerio parque estaba lleno de otra tanta gente que capaz nunca había visto y eso que Chajarí suele ser un pocito donde todos afirman conocerse. Gente, gente y gente. Había una cola de autos interminable. Era una procesión de cuatro ruedas en vez de caminantes. Por suerte había sol ese día. Mica odiaba los días de lluvia. El sol estaba ahí, haciéndonos compañía.
Tengo canciones significativas por épocas. Si escucho Play Hard de David Guetta, me teletransporto a mi viaje de egresados. Cuando suena It’s my life de Bon Jovi, revivo mi fiesta de quince. Nada en castellano, qué tipa que soy. La banda sonora de esos días es What about angels de Birdy, que componía parte de la película Bajo la misma estrella, donde la chica fallece después de luchar contra un cáncer fulminante de pulmón. A ella le costó respirar, pero en la ficción.
A Mica le costó respirar en la vida real, en esta vida.