6.7.22

Herrumbre y cajones

 Un montón de maderas que juntan polvo y arañas en el fondo de un galpón que pertenece a la fábrica de formio de los Andresson. El abuelo que no es abuelo y no lo será todavía por mucho tiempo, que va a ser padre y aún no lo sabe, las junta y se las lleva a la casa. Las carga en el hombro izquierdo, y las maderas le lastiman la piel, las arañas le pican tímidas, las astillas se le incrustan una al lado de la otra. A él le duele pero no dice nada, y nunca dirá nada, incluso de todo eso que le dolerá bastante más. Las maderas se dejan medir y cortar fácilmente, se convierten en tres tablas más largas, dos más cortas, y en un montón de tablitas. Después se dejan lijar, cepillar y barnizar, todos los días durante dos semanas, justo cuando empieza a caer el sol y el abuelo enciende las lámparas de kerosene. 

Una vez brillosas y desempolvadas, el abuelo las alinea unas con otras, las martilla y las clava. Usa clavos finos, diminutos, los que fue encontrando por ahí: la mayoría están bastante herrumbrados pero todavía sirven. Todo lo hace a ojo. Tiene el pulso de un dibujante y la paciencia de un árbol. Cuando todo está tal como se lo imaginaba, ajusta los cajones y los pone cada uno a su medida y altura correspondiente. Dos columnas de ocho cada una. La primera fila de cajones mide seis centímetros de alto, la segunda siete, la tercera ocho, y así sucesivamente hasta llegar a los últimos, que miden cada uno trece centímetros respectivamente y que servirán después para guardar papeles pero para eso todavía falta. Cada cajón tiene un tirador de madera torneado a mano con tanta dedicación que bien podrían ir a parar luego a un museo, porque del proceso de armado, los tiradores fue lo que más tiempo le llevó.

Los muchos cajoncitos que ahora son una cajonera que parece de juguete, de casita de muñecas, está en el living de una casa isleña, hecha de la misma madera, del piso al techo. Guarda algunos cuchillos perfectamente afilados, cucharas, tenedores, dos o tres manteles, servilletas de tela haciendo juego que no serán usadas nunca, dos individuales para el desayuno, y tres caminos de mesa tejidos al crochet que terminarán perdidos en la mudanza. 

El primer bebé llega y la mudanza es inminente: hay que subir todo a una lancha y mudarlo a tierra firme. La cajonera va en el medio de la lancha carguera, ahora con papeles importantes que sus cajones duros protegen del agua lo mejor que puedan. El agua le llega a veces a gotitas y a veces a salpicones, pero la madera no se marcará todavía. 

Cuando hay una casa en tierra firme, y luz eléctrica, y familia cerca, la cajonera guarda baberos, pañales de tela y pantalones de lanilla del bebé que crece afuera, mientras otro crece dentro de la panza de la abuela. Cuando el primer bebé tiene un año, llega el segundo bebé, y después llega la tercera, un año y un mes después del segundo que es un niño torpísimo para caminar. 

El primer bebé ahora niño ya sabe caminar, hablar, comer solo y sumar cuando la cajonera deja de estar en la habitación de los niños bebés para estar en la relojería recién abierta, con vidriera recién colocada, mostradores recién pintados y relojes recién traídos de la calle libertad. En el interior hay engranajes, vidrios circulares, tuercas y tornillos tan pequeños que terminan con los clavos que sostienen los cajones; mallas metálicas y, después, mallas de goma, porque los clientes sucumbirán a la comodidad por sobre la elegancia, pero para eso todavía falta la modernidad de los noventa llegando estrepitosamente. 

La casa es más grande y los niños son adultos ahora, que van y vienen, que charlan, ceban mate, discuten, comparten. Que se reciben de carreras en universidades lejos de la casa, que se casan, se mudan y tienen hijos. Cuando el abuelo estrena su título, la relojería deja de tener relojes nuevos recién llegados, y la cajonera pasa de ser ordenada una y otra vez a ser ordenada cada vez con menos frecuencia. 

El dolor en las manos, las rodillas y los pies, comienza a avanzar en el abuelo, pero todavía no dice nada. La relojería cierra sus persianas y el abuelo tiene ganas de cerrar las suyas también. 

Acá era la relojería, acá estaba, dicen todos esos nietos que se quedan a dormir en esa nueva habitación. De la casa entran y salen todo el tiempo: a diferencia de los hijos, todos tienen una llave. La cajonera tiene marcas, golpes y algunos tornillos adheridos accidentalmente con restos de silicona, y contiene todos esos relojes que nunca llegaron a venderse. Es cargada con firmeza por dos de los hijos, llevada al fondo, al galponcito de las herramientas que está al lado de la parrilla. En sus cajones guarda ahora chucherías inservibles de todo tipo, pero mayormente guarda olor a herramientas usadas. 

Después el dolor avanza, el abuelo se apaga, el galpón se cierra con llave. 

La llave se queda guardada en la mesita de luz de la abuela, hasta que sucede el velorio y todos los nietos vienen a la casa. Una de las nietas más chicas toma la llave a escondidas y abre el galponcito para dejar salir el olor a herrumbre y para aspirarlo también con los ojos cerrados. El olor la atrapa, la arrastra y la arroja con fuerza directo a esos años, los del abuelo mirando engranajes a través de una lupa más grande que su cabeza. La cajonera está ahí, despintada, un poco enclenque, con los cajones atestados de polvo negro y pedacitos de metal que alguna vez fueron relojes. 

Todavía falta un tiempo para que se la lleven a otro lugar, más lejos, más al norte, y la limpien cajón por cajón, la lustren con cera aroma a naranja, le cambien los tiradores y le pongan muchas plantas arriba. Falta todavía, para que se parezca a esa cajonera que el abuelo construyó a la vera del río, o de un brazo del río del que nunca se sabrá el nombre porque el agua, tiempo después se llevó todo: la fábrica de formio, el galpón y la primera casa.

La cajonera ahora resiste y soporta. Tiene clavos nuevos, tiradores de cerámica, y un gato que sube y baja todos los días por ella para llegar a la ventana. Guarda monedas, fotos, espirales, velas, acuarelas, pinceles, papeles importantes, apuntes, cuadernos. Y guarda, sobre todo, ese olor a herrumbre que nadie limpia ni perfuma. 


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