6.7.22

Mujeres que escriben

 Yo me reconozco como una mujer. Una mujer a la que le gusta escribir, que le gusta leer y que trabaja vendiendo y recomendando libros. 


Los grupos de los talleres de escritura que dictamos con mi compañero en la librería están en su mayoría compuestos por mujeres.


Una de las chicas, a la que llamaré M, forma parte del grupo de jóvenes. Lee mucho y quiere escribir mucho más de lo que ya escribe. Empezó a venir hace bastante tiempo, primero a los clubes de lectura y después a los talleres. Hasta que nos dice que no va a poder seguir viniendo porque tiene un nene de dos años que no puede cuidar nadie más, y que su pareja tiene fútbol en el horario en que ella tiene taller, por lo tanto él tampoco puede cuidarlo. Él si puede ir a fútbol. Ella ya no puede venir al taller.

M. es la mujer que materna y que no puede escribir porque primero tiene que dedicarse a su hijo. 


A. es una de las mujeres que viene al grupo de adultos a escribir. Viene hace mucho tiempo, y la caracteriza un humor extraordinario y una perspicacia que vi en poca gente. Un día me dice que no había podido terminar su tarea -un texto precioso sobre lo doloroso de su adolescencia en el campo- porque en la casa no la dejaban tranquila para escribir. No podía escribir en su casa. Un poco en broma, un poco en serio, dice que se va a alquilar una piecita lejos de la casa para poder sentarse a escribir tranquila. Ahí mismo me acordé de Virginia Woolf, de su cuarto propio, de esa idea, y la cito ahora: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, como un llamamiento a la independencia económica y social, y a la licencia poética y libertad personal para poder crear arte. Y esta mujer, que me dice esto, ahora que ya crió a sus hijos, que ya no materna, que ya trabajó y se jubiló, y que podríamos suponer ahora dispone del tiempo para poder sentarse a hacer lo que siempre quiso hacer que es escribir, ahora tampoco puede. Porque tiene que cuidar sus nietos. Porque tiene que llevar adelante un hogar además de trabajar. Porque tiene que hacer todo eso que a las mujeres nos dijeron que teníamos que hacer, que nos dicen que tenemos que hacer desde que somos chiquitas y nos regalan una cocinita y un bebé, nos regalan el ensayo de un trabajo que vamos a tener que hacer para siempre, hasta en la vejez. 


A. es la mujer que ya grande quiere escribir pero que no puede porque aún no tiene tiempo. 


Cuando yo empecé a escribir, me había enamorado de la escritora que nos mostraban siempre en la tele. Yo me había enamorado de un ideal de escritora a los Carrie Bradshaw de Sex and the city. Una escritora que lo único que tiene para decir es cómo se siente alrededor de los hombres. Yo sentía que tenía que escribir mis amores y mis decepciones amorosas, tenía que escribir como una pobre desdichada a la que los hombres nunca tomaban en serio o trataban mal y tenía que igual reírme de ello. Tenía que ser graciosa, ingeniosa, efectiva. Tenía que ser también sensible y romántica. Yo, en ese momento, soy la mujer que quiere escribir pero que piensa que tiene que hacerlo de una sola manera y que tiene que ignorar todo lo importante que le sucede. 


Después empecé a crecer, y a leer más, y mi biblioteca comenzó a ensancharse. Conocí voces femeninas que escriben sobre cosas diferentes al amor romántico y al sexo. Porque esa es otra, como una es mujer y quiere escribir, su único destino en la literatura son novelas románticas donde el centro de la trama es el amor imposible entre un hombre millonario y una mujer que quiere estar con él pero que se hace la dificil, para que él no pierda el interés en ella, y donde al final suceden escenas sexuales muy explícitas mientras a los personajes los rodean lujos de todo tipo y de toda clase, porque eso es lo único que queremos las mujeres: que nos quieran, que nos hagan descubrir el placer, y dinero. Siempre dinero.


Pero como decía, empecé a conocer las voces de mujeres que escribían sobre la maternidad que a veces es horrible, sobre lo que les pasa adentro con el duelo, con el miedo, con la muerte, con la inseguridad o la injusticia. Conocí a Romina Paula, Samantha Schweblin, Liliana Bodoc, Mariana Enriquez, Leila Guerriero, me enamoré para siempre de Leila, conocí a Vivian Gornick y a su narración increíble sobre la relación intrincada con la madre, a Selva Almada y sus chicas muertas, a Camila Sosa Villada y sus malas, a María Fernanda Ampuero y ese terror espantoso que eriza la piel y hace que me corra un frío por la espalda que nunca había sentido antes, a Lina Meruane, y seguro me olvido de alguna. 


Las conocí y entre esos libros me perdí. Y me encontré. Y me di cuenta. Encontré voces femeninas tan potentes, desgarradoras, ingeniosas, que hablaban de cosas hermosas y horribles a la vez, que hacían doler. Y yo creía que eso era literatura hecha por varones. En ese momento, yo soy la mujer que escribe y empieza a escribir sobre otras cosas.


Cuando publiqué mi primer y hasta ahora único libro, porque todavía no logro recuperarme de eso ni logro tampoco sentarme a escribir con tanta liviandad, algunas personas muy cercanas a mí me preguntaron por qué en el libro había puteadas. Su principal preocupación era que por qué los personajes puteaban. ¿Una señorita escribiendo puteadas? ¿Una señorita que no escribe poemas de amor? ¿Una señorita que escribe? La historia principal del libro era sobre una chica a la que secuestraban y la metían en una red de trata, ¿cómo no iban a putear los personajes? 

A un varón escritor no le hubiesen reclamado esto. Lo hubiesen felicitado y ya. Porque qué hombría, ¿no? Qué talento. 


Entonces, desde ese momento, soy la mujer que escribe, que se reconoce como tal y que además escribe puteadas. 


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