6.7.22

La perra

 Mi perra está gorda. Le cuesta moverse y se agita subiendo las escaleras. El veterinario cuando la castró me dijo que tenía que hacer dieta y que, si seguía engordando, podía morirse. La puse a dieta extrema con sólo alimento balanceado. No quiero que se muera pronto. Le quedan, al menos, cinco años más de este lado. 

Mi perra está gorda. Mi mamá lo sabe. Le compró huesos con grasa para que coma. La perra come los huesos y deja de comer el alimento. 

Ella llegó por accidente. La tuvimos un rato. Después mi mamá la regaló en contra de mi voluntad. Pero la perra ya se había aprendido el camino de vuelta. Lloró en la puerta, le abrí y se quedó definitivamente. Duerme siempre conmigo, al lado de mi colchón en el piso. Dormimos casi juntas, abrazadas, le paso un brazo por debajo de sus casi quince kilos, mi otro brazo le acaricia la panza hasta que una de las dos se duerme y la otra simplemente soporta. Cuando mi mamá entra a mi cuarto, le pisa una de las patas y la perra grita y se enoja, pero no le gruñe. Dice que es accidental, siempre es accidental, se excusa en la negrura de la perra y en la oscuridad de la habitación. Le pide perdón pero la perra no la entiende. Todo lo maquilla de confusión. Yo sé que sus intenciones no son buenas, la perra lo sabe también. Cuando me vaya, me la voy a llevar. 

Si un día no duermo en casa, mi mamá la saca afuera, la encierra en el patio. A la perra no le gusta estar encerrada afuera, prefiere estar libre adentro. Llora y moja los vidrios con la respiración, mirando su plato con agua que quedó del lado adentro. Después llego y le abro. La perra me agradece de muchas maneras: me lame las manos, me mordisquea los pantalones, habla en su idioma, me cuenta el tormento. Después toma agua mojándose todo el pelo del pecho. Cuando me vaya de acá me voy a llevar a la perra conmigo. 

Conseguí un alquiler barato, una casita no muy lejos de acá para irme con mi novio. Tiene patio para que la perra pueda correr y adelgazar. Le dije a mi mamá. Se lo conté con emoción y lo único que me dijo fue que no me llevara a la perra. Que me la llevo es una realidad. ¿Para qué la querés? Ella dice que lo suyo es una relación de amor odio. Los animales no saben de odio, mamá.

Llegó el día. Hoy nos vamos, le digo a la perra. Estamos haciendo la mudanza. La dejo un rato con la intención de buscarla para llevarla con los últimos objetos. La perra no es un objeto cualquiera, es mi objeto. En el último viaje me llevo la perra y las plantas, me digo impaciente. La perra se sienta en el borde de la escalera y me mira ir y venir. Me pregunta cuándo. Le digo que ya casi. 

Descargamos la camioneta que nos prestaron en la casita. Nos quedó chica para las cosas que tenemos. Vamos a tener que cargarla por completo una vez más, voy a tener que llevar la perra a upa. A ella le gusta pasear en auto, saca la cabeza por la ventanilla y se va comiendo los bichos que se le pegan en el hocico. Le va a gustar la nueva casa, pienso. Le va a gustar, sobre todo, porque la cucha está al lado de la cama. Le vamos a hacer una puertita en la puerta del patio, para que pueda salir y entrar cuando quiera. De eso hablamos cuando emprendemos el regreso para hacer el último viaje. 

Entro a la casa de mi mamá y busco a la perra. No está en el borde de la escalera. Mi mamá no la pudo haber sacado a pasear, no le gusta que la vean paseando un animal gordo y negro. 

¿Má, dónde está la perra? Le pregunto una vez.

¿Maaá? La llamo a los gritos, hasta que la escalera me deja sin aire. 

Má, dónde está la perra. 

Se asoma por la cocina y señala la mesa. Me dice que ahí está, que me dijo mil veces que no me la llevara. Hay un tajo en la mitad y todo lo que es la perra está sobre la mesa: grasa por un lado, tripas por el otro, la sangre absorbida casi toda por el mantel verde, el pelo negro revuelto en una sola parte, las patas en cruz. Mi objeto con los ojos arrinconados. 

Me dice: llamala, llamala a ver si te sigue.


No hay comentarios:

Publicar un comentario