6.7.22

La perra

 Mi perra está gorda. Le cuesta moverse y se agita subiendo las escaleras. El veterinario cuando la castró me dijo que tenía que hacer dieta y que, si seguía engordando, podía morirse. La puse a dieta extrema con sólo alimento balanceado. No quiero que se muera pronto. Le quedan, al menos, cinco años más de este lado. 

Mi perra está gorda. Mi mamá lo sabe. Le compró huesos con grasa para que coma. La perra come los huesos y deja de comer el alimento. 

Ella llegó por accidente. La tuvimos un rato. Después mi mamá la regaló en contra de mi voluntad. Pero la perra ya se había aprendido el camino de vuelta. Lloró en la puerta, le abrí y se quedó definitivamente. Duerme siempre conmigo, al lado de mi colchón en el piso. Dormimos casi juntas, abrazadas, le paso un brazo por debajo de sus casi quince kilos, mi otro brazo le acaricia la panza hasta que una de las dos se duerme y la otra simplemente soporta. Cuando mi mamá entra a mi cuarto, le pisa una de las patas y la perra grita y se enoja, pero no le gruñe. Dice que es accidental, siempre es accidental, se excusa en la negrura de la perra y en la oscuridad de la habitación. Le pide perdón pero la perra no la entiende. Todo lo maquilla de confusión. Yo sé que sus intenciones no son buenas, la perra lo sabe también. Cuando me vaya, me la voy a llevar. 

Si un día no duermo en casa, mi mamá la saca afuera, la encierra en el patio. A la perra no le gusta estar encerrada afuera, prefiere estar libre adentro. Llora y moja los vidrios con la respiración, mirando su plato con agua que quedó del lado adentro. Después llego y le abro. La perra me agradece de muchas maneras: me lame las manos, me mordisquea los pantalones, habla en su idioma, me cuenta el tormento. Después toma agua mojándose todo el pelo del pecho. Cuando me vaya de acá me voy a llevar a la perra conmigo. 

Conseguí un alquiler barato, una casita no muy lejos de acá para irme con mi novio. Tiene patio para que la perra pueda correr y adelgazar. Le dije a mi mamá. Se lo conté con emoción y lo único que me dijo fue que no me llevara a la perra. Que me la llevo es una realidad. ¿Para qué la querés? Ella dice que lo suyo es una relación de amor odio. Los animales no saben de odio, mamá.

Llegó el día. Hoy nos vamos, le digo a la perra. Estamos haciendo la mudanza. La dejo un rato con la intención de buscarla para llevarla con los últimos objetos. La perra no es un objeto cualquiera, es mi objeto. En el último viaje me llevo la perra y las plantas, me digo impaciente. La perra se sienta en el borde de la escalera y me mira ir y venir. Me pregunta cuándo. Le digo que ya casi. 

Descargamos la camioneta que nos prestaron en la casita. Nos quedó chica para las cosas que tenemos. Vamos a tener que cargarla por completo una vez más, voy a tener que llevar la perra a upa. A ella le gusta pasear en auto, saca la cabeza por la ventanilla y se va comiendo los bichos que se le pegan en el hocico. Le va a gustar la nueva casa, pienso. Le va a gustar, sobre todo, porque la cucha está al lado de la cama. Le vamos a hacer una puertita en la puerta del patio, para que pueda salir y entrar cuando quiera. De eso hablamos cuando emprendemos el regreso para hacer el último viaje. 

Entro a la casa de mi mamá y busco a la perra. No está en el borde de la escalera. Mi mamá no la pudo haber sacado a pasear, no le gusta que la vean paseando un animal gordo y negro. 

¿Má, dónde está la perra? Le pregunto una vez.

¿Maaá? La llamo a los gritos, hasta que la escalera me deja sin aire. 

Má, dónde está la perra. 

Se asoma por la cocina y señala la mesa. Me dice que ahí está, que me dijo mil veces que no me la llevara. Hay un tajo en la mitad y todo lo que es la perra está sobre la mesa: grasa por un lado, tripas por el otro, la sangre absorbida casi toda por el mantel verde, el pelo negro revuelto en una sola parte, las patas en cruz. Mi objeto con los ojos arrinconados. 

Me dice: llamala, llamala a ver si te sigue.


Gato, macho, bebé

 Algo se le movía adentro pero no sabía qué. Era como si le estuvieran tironeando los órganos desde el centro del cuerpo hacia afuera. A veces sentía dolor y otras veces era como si se le rompieran todos los huesos al mismo tiempo. Por suerte esas veces eran las menos, y duraban sólo unos segundos que bastaban para dejarla tirada en la cama lo que restaba del día. Pero un día, hubo un día en que los huesos se le rompían una y otra vez, una y otra vez, y se acostaba, y caminaba, y se sentaba pero no había forma de calmar el crujido interno. Parecía que se le iba a partir el cuerpo en dos. Llamó a la madre, a la hermana, a la vecina. Ese día nadie atendió el teléfono. Llegó un momento en que ya no pudo caminar porque había algo que imposibilitaba que sus piernas se movieran como normalmente lo hacían. Había algo en el medio, que se interponía entre sus caderas y que le quitaba el aire cada vez más seguido. Se sentó en el piso del baño y no sabía si las lágrimas eran lo que le estaban nublando la visión, pero después la mente se le nubló también y por los ojos empezó a ver estrellitas y destellos. Acabó desmayándose, eso igual lo sabría después porque para ella sólo estaba dormitando tranquila en el piso helado. Estaba bañada en transpiración, y un charco entre sus piernas la despertó. Le dieron náuseas entonces no abrió los ojos para evitar que un vómito caliente empezara a salir sin control. Se quedó con la cabeza apoyada en los azulejos esperando, hablando sola, rezándole no sabe a quién para que alguna de las mujeres que conocía viniera a ayudarla. A ningún hombre llamó, ni a las emergencias médicas, ni a la policía, ni a ninguna fuerza externa porque eran todos hombres y todos esos hombres iban a entrar en su casa, la iban a tocar, le iban a hablar, la iban a enloquecer. Se dijo que su madre ya vendría, supuso que estaría demorada comprando cosas, o hablando con sus conocidas en el barrio que no eran pocas. 

Cuando abrió los ojos vio todo rojo. Sus piernas, sus pies, el piso y la bañera, todo estaba teñido de rojo, y más allá se convertía un poco en rosa porque la transpiración aguaba todo eso que le salía de adentro. Y entonces sucedió. Le vino un dolor que le pareció tan ajeno y extraño que ni los gritos que escupió calmaron, su cuerpo se estaba partiendo en dos, y desde entre sus piernas salía algo tan viscoso que sus manos se quedaban pegadas cuando lo tocaba. No quería mirar, no quería mirar, no quería mirar. Pero miró. Y vió que un montón de pelos salían, no eran sus pelos, eran pelos de otra cosa. Y después de los pelos salió una frente, unos ojos, una nariz y una boca. La boca muy abierta hizo algo parecido a un maullido pero lo que le salía de adentro no era un gato y tampoco le parecía humano. Era como un alien cubierto de un líquido con olor a lavandina. Y después salieron los hombros del alienígena, que le causaron tanto dolor que el resto del dolor le pareció imposible. Una vez que los hombros estaban afuera, el resto del cuerpo del bicho salió expulsado en menos de un segundo. Ella cerró y abrió los ojos varias veces para preguntarle a su mente si lo que estaba viendo era cierto. El charco de sangre era aún más grande que hacía un rato. Y entonces el alien era un varón, y era un bebé, y lloró. 


Instrucciones

 CÓMO DEJAR DE TOMAR ALCOHOL

Vaya al supermercado acompañado. No compre nada salvo lo esencial y pase corriendo por la góndola de los vinos. No detenga su vista en ninguna etiqueta por nada del mundo, porque piense, están hechas para que personas débiles como usted las compre. No se deje engatusar por las publicidades de gente muy feliz sosteniendo copas transpiradas con hielos y bebidas blancas adentro, recuerde: nadie es tan feliz como en las publicidades. Haga la compra y vaya a casa. No pare ni se detenga en ningún otro lugar. Lleve consigo el dinero justo para no tentarse. No esconda más dinero-por-las-dudas, usted y yo sabemos que ese dinero lo va a terminar utilizando igual como hacía en las noches de discoteca. Dígale a su pareja o a quien viva con usted que lo llame si a los quince minutos no regresa. Pídale que lo haga, ruéguele. Explíquele que es muy importante para usted no tentarse al menos por los primeros sesenta días. Júntese con sus amigos y trate de no ingerir ni una sola gota de alcohol. Evite bajo cualquier punto fumar, el cigarrillo hace que a usted le den ganas de emborracharse. Felicítese, palmeése en la espalda si llega a casa sobrio y con olor a perfume, si llega sin el recuerdo borroso de haberse acostado con una persona que no es su pareja y sin haber perdido el celular en el taxi. Le reitero: felicítese. 



CÓMO VOLVER A TOMAR ALCOHOL

Vaya al supermercado en soledad. No le diga a nadie que va a hacer la compra, ni siquiera a la persona que vive con usted. Si la persona le dice que se olvidó de comprar tal o cual cosa, haga el recorrido nuevamente al supermercado sin quejarse. Compre muchas cosas, y en especial, compre vino, el mejor vino, el de etiqueta con firuletes y arabescos dorados, para que su paladar vuelva a enamorarse del alcohol y para que su cerebro se amigue con la idea de sufrir la resaca, garantizándose así de tener al menos una buena resaca. Déjese envolver por el efecto serotonínico que producen en usted esas publicidades de gente bebiendo alcohol. Recuerde: todos somos más felices cuando bebemos. Si puede, trate de limitarse con la cantidad que bebe. Siga atendiendo el teléfono después de las diez de la noche, no se desmaye en el baño, siga respondiendo los mails, siga yendo a trabajar, báñese todos los días. Cuando salga con sus amigos lleve dinero-por-las-dudas y úselo. Utilícelo sin culpa, compre rondas para el resto de sus acompañantes, hágalos sentir bien, muéstreles que pueden ser felices. Intente llegar a casa con olor a perfume, no pierda el celular en el taxi, hágalo para que su pareja sienta que no fue una mala decisión que usted haya vuelto a dedicarse a la bebida.


CÓMO SUPERAR UN TRASPLANTE DE HÍGADO

Escuche a su médico con mucha atención. Asista a todos los turnos. Cuídese lo más que pueda y siga las indicaciones cuidadosamente. Desestime por completo las publicidades que muestran a personas ingiriendo alcohol, frituras, dulces y cigarrillos. No encienda la televisión. Tome sus medicamentos en el momento del día indicado. La noche anterior a la operación llore con mocos y júrese no volver a tocar una botella en su vida. Dígale a su pareja que la ama, y dígale también que le deja todas sus pertenencias si no logra sobrevivir exitosamente a la operación. Escuche el consuelo pragmático de la persona que duerme todas las noches con usted porque ahora siente que fue una mala decisión que usted haya vuelto a dedicarse a la bebida. Prométale, dígale que la quiere, bésela. Duérmase si puede. Sobreviva a la operación con éxito.


Mujeres que escriben

 Yo me reconozco como una mujer. Una mujer a la que le gusta escribir, que le gusta leer y que trabaja vendiendo y recomendando libros. 


Los grupos de los talleres de escritura que dictamos con mi compañero en la librería están en su mayoría compuestos por mujeres.


Una de las chicas, a la que llamaré M, forma parte del grupo de jóvenes. Lee mucho y quiere escribir mucho más de lo que ya escribe. Empezó a venir hace bastante tiempo, primero a los clubes de lectura y después a los talleres. Hasta que nos dice que no va a poder seguir viniendo porque tiene un nene de dos años que no puede cuidar nadie más, y que su pareja tiene fútbol en el horario en que ella tiene taller, por lo tanto él tampoco puede cuidarlo. Él si puede ir a fútbol. Ella ya no puede venir al taller.

M. es la mujer que materna y que no puede escribir porque primero tiene que dedicarse a su hijo. 


A. es una de las mujeres que viene al grupo de adultos a escribir. Viene hace mucho tiempo, y la caracteriza un humor extraordinario y una perspicacia que vi en poca gente. Un día me dice que no había podido terminar su tarea -un texto precioso sobre lo doloroso de su adolescencia en el campo- porque en la casa no la dejaban tranquila para escribir. No podía escribir en su casa. Un poco en broma, un poco en serio, dice que se va a alquilar una piecita lejos de la casa para poder sentarse a escribir tranquila. Ahí mismo me acordé de Virginia Woolf, de su cuarto propio, de esa idea, y la cito ahora: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, como un llamamiento a la independencia económica y social, y a la licencia poética y libertad personal para poder crear arte. Y esta mujer, que me dice esto, ahora que ya crió a sus hijos, que ya no materna, que ya trabajó y se jubiló, y que podríamos suponer ahora dispone del tiempo para poder sentarse a hacer lo que siempre quiso hacer que es escribir, ahora tampoco puede. Porque tiene que cuidar sus nietos. Porque tiene que llevar adelante un hogar además de trabajar. Porque tiene que hacer todo eso que a las mujeres nos dijeron que teníamos que hacer, que nos dicen que tenemos que hacer desde que somos chiquitas y nos regalan una cocinita y un bebé, nos regalan el ensayo de un trabajo que vamos a tener que hacer para siempre, hasta en la vejez. 


A. es la mujer que ya grande quiere escribir pero que no puede porque aún no tiene tiempo. 


Cuando yo empecé a escribir, me había enamorado de la escritora que nos mostraban siempre en la tele. Yo me había enamorado de un ideal de escritora a los Carrie Bradshaw de Sex and the city. Una escritora que lo único que tiene para decir es cómo se siente alrededor de los hombres. Yo sentía que tenía que escribir mis amores y mis decepciones amorosas, tenía que escribir como una pobre desdichada a la que los hombres nunca tomaban en serio o trataban mal y tenía que igual reírme de ello. Tenía que ser graciosa, ingeniosa, efectiva. Tenía que ser también sensible y romántica. Yo, en ese momento, soy la mujer que quiere escribir pero que piensa que tiene que hacerlo de una sola manera y que tiene que ignorar todo lo importante que le sucede. 


Después empecé a crecer, y a leer más, y mi biblioteca comenzó a ensancharse. Conocí voces femeninas que escriben sobre cosas diferentes al amor romántico y al sexo. Porque esa es otra, como una es mujer y quiere escribir, su único destino en la literatura son novelas románticas donde el centro de la trama es el amor imposible entre un hombre millonario y una mujer que quiere estar con él pero que se hace la dificil, para que él no pierda el interés en ella, y donde al final suceden escenas sexuales muy explícitas mientras a los personajes los rodean lujos de todo tipo y de toda clase, porque eso es lo único que queremos las mujeres: que nos quieran, que nos hagan descubrir el placer, y dinero. Siempre dinero.


Pero como decía, empecé a conocer las voces de mujeres que escribían sobre la maternidad que a veces es horrible, sobre lo que les pasa adentro con el duelo, con el miedo, con la muerte, con la inseguridad o la injusticia. Conocí a Romina Paula, Samantha Schweblin, Liliana Bodoc, Mariana Enriquez, Leila Guerriero, me enamoré para siempre de Leila, conocí a Vivian Gornick y a su narración increíble sobre la relación intrincada con la madre, a Selva Almada y sus chicas muertas, a Camila Sosa Villada y sus malas, a María Fernanda Ampuero y ese terror espantoso que eriza la piel y hace que me corra un frío por la espalda que nunca había sentido antes, a Lina Meruane, y seguro me olvido de alguna. 


Las conocí y entre esos libros me perdí. Y me encontré. Y me di cuenta. Encontré voces femeninas tan potentes, desgarradoras, ingeniosas, que hablaban de cosas hermosas y horribles a la vez, que hacían doler. Y yo creía que eso era literatura hecha por varones. En ese momento, yo soy la mujer que escribe y empieza a escribir sobre otras cosas.


Cuando publiqué mi primer y hasta ahora único libro, porque todavía no logro recuperarme de eso ni logro tampoco sentarme a escribir con tanta liviandad, algunas personas muy cercanas a mí me preguntaron por qué en el libro había puteadas. Su principal preocupación era que por qué los personajes puteaban. ¿Una señorita escribiendo puteadas? ¿Una señorita que no escribe poemas de amor? ¿Una señorita que escribe? La historia principal del libro era sobre una chica a la que secuestraban y la metían en una red de trata, ¿cómo no iban a putear los personajes? 

A un varón escritor no le hubiesen reclamado esto. Lo hubiesen felicitado y ya. Porque qué hombría, ¿no? Qué talento. 


Entonces, desde ese momento, soy la mujer que escribe, que se reconoce como tal y que además escribe puteadas. 


Herrumbre y cajones

 Un montón de maderas que juntan polvo y arañas en el fondo de un galpón que pertenece a la fábrica de formio de los Andresson. El abuelo que no es abuelo y no lo será todavía por mucho tiempo, que va a ser padre y aún no lo sabe, las junta y se las lleva a la casa. Las carga en el hombro izquierdo, y las maderas le lastiman la piel, las arañas le pican tímidas, las astillas se le incrustan una al lado de la otra. A él le duele pero no dice nada, y nunca dirá nada, incluso de todo eso que le dolerá bastante más. Las maderas se dejan medir y cortar fácilmente, se convierten en tres tablas más largas, dos más cortas, y en un montón de tablitas. Después se dejan lijar, cepillar y barnizar, todos los días durante dos semanas, justo cuando empieza a caer el sol y el abuelo enciende las lámparas de kerosene. 

Una vez brillosas y desempolvadas, el abuelo las alinea unas con otras, las martilla y las clava. Usa clavos finos, diminutos, los que fue encontrando por ahí: la mayoría están bastante herrumbrados pero todavía sirven. Todo lo hace a ojo. Tiene el pulso de un dibujante y la paciencia de un árbol. Cuando todo está tal como se lo imaginaba, ajusta los cajones y los pone cada uno a su medida y altura correspondiente. Dos columnas de ocho cada una. La primera fila de cajones mide seis centímetros de alto, la segunda siete, la tercera ocho, y así sucesivamente hasta llegar a los últimos, que miden cada uno trece centímetros respectivamente y que servirán después para guardar papeles pero para eso todavía falta. Cada cajón tiene un tirador de madera torneado a mano con tanta dedicación que bien podrían ir a parar luego a un museo, porque del proceso de armado, los tiradores fue lo que más tiempo le llevó.

Los muchos cajoncitos que ahora son una cajonera que parece de juguete, de casita de muñecas, está en el living de una casa isleña, hecha de la misma madera, del piso al techo. Guarda algunos cuchillos perfectamente afilados, cucharas, tenedores, dos o tres manteles, servilletas de tela haciendo juego que no serán usadas nunca, dos individuales para el desayuno, y tres caminos de mesa tejidos al crochet que terminarán perdidos en la mudanza. 

El primer bebé llega y la mudanza es inminente: hay que subir todo a una lancha y mudarlo a tierra firme. La cajonera va en el medio de la lancha carguera, ahora con papeles importantes que sus cajones duros protegen del agua lo mejor que puedan. El agua le llega a veces a gotitas y a veces a salpicones, pero la madera no se marcará todavía. 

Cuando hay una casa en tierra firme, y luz eléctrica, y familia cerca, la cajonera guarda baberos, pañales de tela y pantalones de lanilla del bebé que crece afuera, mientras otro crece dentro de la panza de la abuela. Cuando el primer bebé tiene un año, llega el segundo bebé, y después llega la tercera, un año y un mes después del segundo que es un niño torpísimo para caminar. 

El primer bebé ahora niño ya sabe caminar, hablar, comer solo y sumar cuando la cajonera deja de estar en la habitación de los niños bebés para estar en la relojería recién abierta, con vidriera recién colocada, mostradores recién pintados y relojes recién traídos de la calle libertad. En el interior hay engranajes, vidrios circulares, tuercas y tornillos tan pequeños que terminan con los clavos que sostienen los cajones; mallas metálicas y, después, mallas de goma, porque los clientes sucumbirán a la comodidad por sobre la elegancia, pero para eso todavía falta la modernidad de los noventa llegando estrepitosamente. 

La casa es más grande y los niños son adultos ahora, que van y vienen, que charlan, ceban mate, discuten, comparten. Que se reciben de carreras en universidades lejos de la casa, que se casan, se mudan y tienen hijos. Cuando el abuelo estrena su título, la relojería deja de tener relojes nuevos recién llegados, y la cajonera pasa de ser ordenada una y otra vez a ser ordenada cada vez con menos frecuencia. 

El dolor en las manos, las rodillas y los pies, comienza a avanzar en el abuelo, pero todavía no dice nada. La relojería cierra sus persianas y el abuelo tiene ganas de cerrar las suyas también. 

Acá era la relojería, acá estaba, dicen todos esos nietos que se quedan a dormir en esa nueva habitación. De la casa entran y salen todo el tiempo: a diferencia de los hijos, todos tienen una llave. La cajonera tiene marcas, golpes y algunos tornillos adheridos accidentalmente con restos de silicona, y contiene todos esos relojes que nunca llegaron a venderse. Es cargada con firmeza por dos de los hijos, llevada al fondo, al galponcito de las herramientas que está al lado de la parrilla. En sus cajones guarda ahora chucherías inservibles de todo tipo, pero mayormente guarda olor a herramientas usadas. 

Después el dolor avanza, el abuelo se apaga, el galpón se cierra con llave. 

La llave se queda guardada en la mesita de luz de la abuela, hasta que sucede el velorio y todos los nietos vienen a la casa. Una de las nietas más chicas toma la llave a escondidas y abre el galponcito para dejar salir el olor a herrumbre y para aspirarlo también con los ojos cerrados. El olor la atrapa, la arrastra y la arroja con fuerza directo a esos años, los del abuelo mirando engranajes a través de una lupa más grande que su cabeza. La cajonera está ahí, despintada, un poco enclenque, con los cajones atestados de polvo negro y pedacitos de metal que alguna vez fueron relojes. 

Todavía falta un tiempo para que se la lleven a otro lugar, más lejos, más al norte, y la limpien cajón por cajón, la lustren con cera aroma a naranja, le cambien los tiradores y le pongan muchas plantas arriba. Falta todavía, para que se parezca a esa cajonera que el abuelo construyó a la vera del río, o de un brazo del río del que nunca se sabrá el nombre porque el agua, tiempo después se llevó todo: la fábrica de formio, el galpón y la primera casa.

La cajonera ahora resiste y soporta. Tiene clavos nuevos, tiradores de cerámica, y un gato que sube y baja todos los días por ella para llegar a la ventana. Guarda monedas, fotos, espirales, velas, acuarelas, pinceles, papeles importantes, apuntes, cuadernos. Y guarda, sobre todo, ese olor a herrumbre que nadie limpia ni perfuma. 


6.12.20

Mica*

Todos sabemos que, si queremos vivir,

llega un tiempo en que debemos renunciar a nuestros muertos.

Dejarlos ir hacia las aguas. 

Dejarlos convertirse en la foto sobre la mesa.


Joan Didion



*Este texto originalmente se llamaba Señales de vida, publicado en mi libro Ignífugo (2018), pero le cambié el título con fines honoríficos. 


Escuché por ahí una nota que le hicieron a Samanta Schweblin. Ella dice que uno cuida a los que quiere, con el pensamiento. Entonces, si uno piensa algo, la realidad no puede copiar a la ficción, a lo que la imaginación propia inventa. Estar pensando en lo peor todo el tiempo para evitar, de alguna manera, que lo peor ocurra. El 17 de agosto de 2014 yo pensé en lo peor desde que salí de mi casa y caminé las tres cuadras que faltaban para llegar a ese departamento de calle Lafinur. Pensar en lo peor no evitó que lo peor ocurra. Ese día, la ficción atravesó el umbral hacia este lado y se convirtió en realidad. 

Éramos cuatro. Era nuestro primer año de estudiantes. Nos hacíamos compañía casi todo el tiempo: cenábamos noche por medio, nos turnábamos los lugares para dormir, pero dormíamos casi siempre en casa, porque Mica vivía conmigo y el punto de encuentro predilecto era el departamento que alquilábamos sobre Cabello. Los amigos suplantan un poco a la familia para nosotros, los estudiantes del interior. 

Antes de mudarme a Buenos Aires, mis viejos no querían bajo ningún punto que yo viviera sola, por si me deprimía, por si no estudiaba, por si me pasaba quién sabe qué. Y yo no quería bajo ningún punto vivir en una pensión con toque de queda después de las doce de la noche. Unimos esos dos bajo-ningún-punto y llegamos a la conclusión de que podría vivir con alguien. 

El único primo de mi edad ya estaba ubicado con su hermana en Belgrano y mis dos mejores amigas se iban a vivir a Santa Fe capital. Quedábamos yo... y yo. 

En el acto de colación del secundario, Mica me dijo que tampoco tenía con quién vivir. Ahí nomás le dije si quería vivir conmigo. Le conté que no tenía decidido departamento ni barrio, pero si universidad. “¿Bioquímica te vas a estudiar? Pero con lo que a vos te gusta la política, qué raro. Yo me voy a estudiar hemoterapia, en la UBA”. 

Funcionábamos como los engranajes de un reloj. Cuando ella cocinaba, yo lavaba. Si yo limpiaba el baño y la piecita con los dos balcones, ella se encargaba de dejar de punta en blanco la cocina y el living. Comíamos lo mismo, estudiábamos bastante, y salíamos de joda. Nos llevábamos bien.

En una de esas charlas nocturnas iluminadas por luces de celular, la incluí en mi plano mental de mejores amigas. Yo planeo todo en mi cabeza, me figuro todas las cosas organizadas en cajoncitos que voy abriendo y cerrando, aunque casi siempre hay varios abiertos simultáneamente. Algunos se crean por generación espontánea, como esa teoría del origen de la vida, donde las ratas se originaban de montañas de ropa sucia. Teoría que un día quise comprobar dejando un montón de ropa en una esquina de mi pieza, emulando lo que habría hecho Aristóteles. Me había imaginado ratones con una media en la cabeza saliendo desde la base del montículo, caminando medio bobos de tanto olor a pata. Después me olvidé, la ropa alguien la juntó y nunca hubo ratas en la pieza ni en ningún lugar de mi casa entrerriana. Buenos Aires sí que está lleno de ratas y me cuesta creer que no se generen espontáneamente.

Convivimos desde marzo hasta vacaciones de invierno. Hubo un problema ajeno a nosotras. El recuerdo se me borronea como acto de defensa propia contra la culpa. El olvido es el caparazón que tenemos los humanos, nos protege de monstruos más reales que los de las películas, monstruos de esos que nos comen el cerebro. Monstruos mentales que se alimentan de masa cerebral y de exceso de consciencia.

Cuando ella se fue a vivir a otro lado, yo sentí un vacío raro. Tenía ahora más libertad, la libertad que me fue negada al principio de mi vida de estudiante. No lo vi como algo positivo. No sabía cómo hacer los zapallitos rellenos que almorzábamos todos los viernes ni encontraba las listas de reproducción que poníamos en las previas. Me faltaba el espejo micaelesco que me decía no che, eso te queda feo, y tampoco tenía con quien conversar y conservar incertidumbres cuando nos íbamos a dormir, una cama al lado de la otra, separadas por la mesa de luz. La habitación del departamento se volvió una habitación sin muebles, quedó solo mi colchón en la esquina contra la ventana, sobre el que, por lo menos, pegaba el sol. Retumbaban mis pasos, mis estornudos, mi voz y el abrir y cerrar las puertas del placard.

A partir de ahí, mi familia empezó a venir mucho más. Habían venido el finde largo del 17 de agosto, pero se fueron el domingo a la noche, porque el lunes tenían algo en Chajarí. No me acuerdo qué.

Alrededor de las siete de la tarde, bajé a comprar un fernet porque habíamos quedado en salir esa noche, solo nosotras, el cuarteto. Mica no aparecía en WhatsApp desde el viernes 15, pero la contabilizábamos igual. Era habitual que pasara varios días sin responder los mensajes, después volvía recargada. Yo no estaba preocupada: era Mica dosificada. Apoyé el fernet en el centro de la mesa para atender el timbre. Eran Piki y Noe. Ellas sí lo estaban.

Me contaron que habían ido al edificio de Mica, que no atendía el timbre. Una chica que justo salía les había abierto la puerta del edificio. El departamento estaba ubicado en planta baja. Tocaron el timbre, golpearon la puerta, miraron por la cerradura y por la hendija inferior. Nada. Solo se veían luces prendidas. No se escuchaba ningún ruido, ni un movimiento. Con ese no-aparece, no-está, fueron a buscarme. Decidimos, en una deliberación de brazos cruzados, volver al edificio, a ver qué podíamos hacer. 

Mientras me contaban todo lo que habían visto, más surgía en mi pecho una sensación fea, un regusto triste que atribuí a mi dramatismo novelesco. Jamás me había anticipado a nada y siempre fallaba. Nunca tuve puntería futurista de bola de cristal. Nunca como esa gente en las películas que tiene un mal presentimiento y la casa se le está prendiendo fuego o el amor de su vida está teniendo un accidente justo en ese momento. No, a mí no me pasaba, el mal presentimiento era sólo una figura retórica.  

La mamá de Mica insistentemente nos llamaba pidiendo novedades, estaba preocupada y a quinientos kilómetros. Ella tampoco tenía noticias desde el viernes. Estaba doblemente preocupada porque también su mamá estaba en capital, que había venido a cumplir la prometida visita desde la mudanza en julio. Ahora eran dos las que no aparecían: ni Mica, ni su abuela. 

Caminamos las tres cuadras que faltaban para llegar a ese departamento de calle Lafinur, yo pensando todo el tiempo en lo peor. Lo que se dice “me acuerdo patente”, me acuerdo, sí. Nos habíamos tomado de los antebrazos, como hacen las viejitas para no caerse. No sé por qué hicimos eso. Hay reacciones que también se anticipan a los hechos. Me latía el corazón como si fuera el corazón de una rata. Otra vez las ratas. 

Cuando doblamos la esquina en Lafinur, vi las luces azules encandilantes del patrullero. La vecina había llamado al 911. Intercambiamos un par de palabras con los policías. Nos pidieron datos y nuestros documentos. Ninguna lo tenía encima. Un policía me pidió llenar una ficha con mis datos y con los datos de las desaparecidas. Me temblaba el pulso por los nervios y tenía una sensación de vacío en el estómago que hacía eco en mi boca. Llené la ficha con los pocos datos que me acordaba. Nadie sabía el nombre de la abuela de Micaela. Me sentí acorralada y mal, quise vomitar. 

Después de esto, o simultáneamente, otro policía de la seccional mandó la orden por Handy de tirar la puerta abajo, un juez lo había autorizado —qué rápidos los jueces para el morbo—. Mientras los hombres se preparaban buscando los elementos para abrir el departamento, apareció la encargada del edificio. Era una señora gordita con guardapolvo azul. Tendría, no sé, cincuenta y cinco o sesenta. Nos dijo que ella tenía una copia de llave del departamento. 

Yo me acordé justo en ese momento que Mica me había dicho lo de la llave la última vez que nos vimos. Nos habíamos visto una semana antes, habíamos quedado en comer una pizza en mi casa, nuestra antigua casa. Ese día salí del gimnasio, compré queso cremoso que a las dos nos encantaba, ella cocinó y comimos. Yo lavé, imitando la rutina que solíamos llevar. Me dijo que había venido de misa recién nomás, “fui a la parroquia de acá a la vuelta”. Para mis adentros me dije que qué raro misa, un martes. En mis cajoncitos mentales, la misa era una obligación con el de arriba los domingos. Como si a algún santo lo pusieran a controlar, a tomar asistencia. 

La llave aparecida mágicamente facilitaba el ingreso, los policías guardaron ese elemento negro con manijitas parecido a un tronco, que usan para voltear puertas de narcos y cocinas de droga. La casa de Micaela merecía ser abierta con una llave, respetando lo que pasaba adentro, no era cosa de corromper y actuar como si todo fuera un trámite y delincuencia. ¿A la policía le gustará voltear puertas o le dará miedo lo que puede haber detrás?

Tenían puestas máscaras de gas, procedimiento habitual ante lo desconocido tras una puerta cerrada. La abrieron despacio. Uno de ellos, empujó con el antebrazo un poco más porque se cerraba. Nosotras, paradas en el hall del edificio, esperábamos. Se había añadido una cuarta a la espera, la encargada.

Yo me imaginaba el departamento sin nadie, para mí ellas estaban perdidas en Flores sin saber volver. Lo peor que me imaginaba era un robo. El policía que no estaba sosteniendo la puerta, repetidas veces miraba para adentro del departamento y nos miraba, volvía a mirar adentro, y nos volvía a mirar. No sé cuánto tiempo se repitió esta secuencia.  Cuando entendió, se corrió la máscara hasta colocársela de vincha y salió con la mirada en un punto fijo en dirección a la vereda, a llamar a alguien. El otro policía lo siguió pero se detuvo ante nuestra insistente pregunta de qué pasa. Queríamos saber. Estábamos ahí pintadas, cuando nosotras éramos las que nos habíamos dado cuenta que no daban señales de vida. “¿Están ahí?” pregunté yo. Él, con la máscara colgando por el cuello respondió que sí, pero que estaban muertas en el piso. Desde ese día utilizo el término “no dar señales de vida” de otra manera. Hay gente que no da señales de vida, porque no tiene vida, porque está muerto en el piso. 

Lo siguiente sucede en mi cabeza como una película. Bah, como una novela de medio pelo. Creo que grité, no me salía el llanto porque todavía mi mente no había comprendido. Se me cerraron y bloquearon todos los cajoncitos. 

Salí del edificio y me senté en el piso. Noe estaba al lado mío. A Piki la perdí de vista por un momento. Hay escenas en negro, como si la cinta del largometraje se hubiera cortado y pegado en otra parte, en una parte que no era lo que estaba pasando ahí mismo. 

Llegó mucha más gente, más policías, una camioneta de la policía forense, una ambulancia, patrulleros que apagaban la sirena mientras estacionaban como podían en el poco lugar que quedaba. Pasaban al departamento abierto de par en par esquivando la cinta de peligro que alguien colocó tan rápido en la puerta del edificio que figura invisible para mí. La encargada nos obligó a las tres a entrar a su departamento, que estaba también en planta baja. Cerró la puerta. Había un brasero prendido, y humedad cortante conservada dentro. El ambiente parecía el interior de un frasco. Asfixiante. Un gato estaba arriba de la mesa cuando nos dijo que nos sentáramos, que nos iba a hacer un té. Volvió con una taza para cada una. Estábamos las tres mudas como momias y el gato maullaba buscando caricias revolcándose entre las tazas humeantes. Piki suele tener los ojos chiquitos, ese día estaban muy grandes. 

Quería llamar a mi mamá, quería responder todas las llamadas perdidas y los mensajes que tenía de la madre de Mica, del novio de Mica y de otra gente. Mi celular se había vuelto insistentemente solicitado, pero nadie todavía sabía bien, menos nosotras. No sé si tomé el té, no sé a qué hora salimos de ese departamento caluroso, tampoco sé cómo se enteraron los que me mandaron mensajes preguntándome por lo que había pasado. El infierno grande que es Chajarí había viajado todos los kilómetros que lo separaban de la capital, se había extendido su radar de chismes. Algunos ya sabían y nosotras no le habíamos dicho nada a nadie porque todavía no nos dejaban. Precauciones. 

Cuando la llamé a mi mamá, todavía estaban en viaje. Seguían en la ruta porque un partido de River los demoró el triple en salir de capital. Hacía poquito que habían pasado los puentes Zárate brazo largo. Hasta habían pensado en volver, porque ya eran como las doce de la noche. Me atendió como me atiende siempre, alargando la a cuando dice “Marulita”, que se convierte en un “Marulitaaaaa” —apodos de madres que me da un poco de vergüenza revelar—. No sé qué le dije ni cómo se lo dije, pero ella había entendido. Ahí mismo le pidió a mi papá que frenara el auto, que parara al costado de la ruta, que había pasado algo. Ese momento lo recuerdo como si hubiera estado adentro del auto con ellos. Supongo que era lo que más deseaba en ese momento, estar lejos y que estuviera ocurriendo cualquier cosa menos lo que pasaba en ese monoambiente de la calle Lafinur con solo una ventana al pulmón de manzana. Mi mamá lloraba. Me dijo algo de “no, mi amor, no tenés que sentir que es tu culpa” y ahí nomás dieron la vuelta para volver a capital. 

Después un policía me pidió que lo comunique con la madre de Micaela. La tuve que llamar. Tragué saliva, me raspó tragar, me dolió tragar. Me había olvidado de tragar saliva y me tuve tragar todo eso. Tragué también un poco de lágrimas y asumí la responsabilidad que se me pedía.  Carina me atendió agitada, le dije que alguien quería hablar con ella con toda la entereza posible y le pasé el celular a ese policía gordo: ahora me recuerda a Hank de Breaking Bad. No sé qué le dijo, pero sé que no le dijo que su hija y su madre estaban muertas, solo le dijo que era una situación complicada o algo así. En vano y a favor. 

Después sacaron los cuerpos envueltos en bolsas negras con cierre. Hicieron todo tan metódico que, para mí, estaban tachando los pasos de una lista a seguir. Ahí pude distinguir, —por la forma de la bolsa y por el poco peso que significaba para los dos que cargaban el bulto—, que el primero que subieron a esa Traffic blanca fue el cuerpo de Mica. En ese momento me cayó todo encima, como un chaparrón de cosas en las que no había reparado. Comprendí el significado horrible de cargar a alguien como una bolsa de papas. Me hundía segundo a segundo en la interminable certeza de que sin Mica no podía ser lo mismo que con Mica. Y no me equivocaba, no es lo mismo. 

Sin tocarnos y sin mirarnos, volvimos las tres juntas a mi departamento. Giré la llave temblando, abrí la puerta y vi el fernet como centro de mesa. Todavía nos estaba esperando porque nadie le había avisado que ese día, ni ninguno de los que iban a pasar, era de fiesta. Llegaron otras personas que ahora me cuesta recordar sus caras y expresiones. Eran amigos y compañeros nuestros y de Mica. Fueron ni bien se enteraron. Fueron a acompañar el dolor y porque también querían corroborar lo que ocurría, pienso yo. Nadie caía en lo que pasaba. Éramos alrededor de diez cuando llegaron nuevamente mis viejos. Nadie hablaba ni nada, creo. El recuerdo del momento está guardado en mi memoria en blanco y negro. Las paredes, las sillas, las camas, todo en ese departamento era gris. Es como si yo hubiera vivido ese día viendo en monocromo igual que los perros. Para mí, los perros ven a color. De otra manera, ¿cómo podrían andar tan contentos todo el tiempo? 

Cuando el resto se fue, dormimos las tres juntas. Mis viejos en la pieza y nosotras en el living. Mi mamá nos despertó al día siguiente, aunque no sé si dormimos. Nos hablaba despacito, me acariciaba el pelo y nos preparó tres tés como los de la encargada. Nos ordenó una por una que nos bañáramos. Seguí las instrucciones como el autómata de La mejor oferta.

A media mañana fui con mis viejos a la morgue judicial de la calle Junín y ahí mismo creo que crecí los años que me faltaban para llegar al estado de adultez. Mica tenía solo la cédula de identidad y sus familiares no tenían cómo retirar el cuerpito si no tenían esa constancia. Fui a hacer la denuncia de documento extraviado para poder retirarla y llevarla a Chajarí. A ese episodio me gusta llamarlo “burocracia completamente al pedo”.  Por qué, me sigo preguntando, es más complicado retirar un muerto de una morgue que un nene de un jardín de infantes. 

En la comisaría de a la vuelta de la morgue, un policía que tecleaba en un teclado de la época de Menem, me preguntó porque la persona no había ido personalmente a hacer la denuncia, y porque había ido yo, que ni siquiera familiar era. Ese día hablé con más policías que en toda mi vida. Otro récord para la listita de records horribles que tengo de ese día pegada en el tablero mental. Porque falleció, señor, se intoxicó con monóxido de carbono por un calefón que funcionaba mal y por la negligencia de un gasista que no supo solucionarlo y lo dejó así. Por eso, señor policía. Me dieron la constancia en menos de dos minutos, estaba manchada con papel carbónico. Carbono por todos lados. Noche carbónica y día carbónico. Noche monotóxica de carbono. 

Mi recuerdo del velorio fue estar abrazada a mucha gente. El cementerio parque estaba lleno de otra tanta gente que capaz nunca había visto y eso que Chajarí suele ser un pocito donde todos afirman conocerse. Gente, gente y gente. Había una cola de autos interminable. Era una procesión de cuatro ruedas en vez de caminantes. Por suerte había sol ese día. Mica odiaba los días de lluvia. El sol estaba ahí, haciéndonos compañía. 

Tengo canciones significativas por épocas. Si escucho Play Hard de David Guetta, me teletransporto a mi viaje de egresados. Cuando suena It’s my life de Bon Jovi, revivo mi fiesta de quince. Nada en castellano, qué tipa que soy. La banda sonora de esos días es What about angels de Birdy, que componía parte de la película Bajo la misma estrella, donde la chica fallece después de luchar contra un cáncer fulminante de pulmón. A ella le costó respirar, pero en la ficción. 

A Mica le costó respirar en la vida real, en esta vida. 


25.4.20

Este poema se titula "Cuarentena" porque, ¿cómo podría titularse sino?

Ya lloré

me enojé, grité, me peleé con mi familia,
extrañé mi casa y mis amigos,
mi ropa de invierno,
me lamenté por mis plantas que se están muriendo de sed
y por las boletas impagas debajo de la  puerta
ya armé casas en Los Sims
ya intenté leer muchos libros
y no pude terminar ninguno
vi un documental y otro y otro y otro
escuché los quinientos mejores discos
según la Rolling Stone
ninguno me pareció tan bueno
ya me hamaqué en la hamaca paraguaya del patio
ya me bañé por más de veinte minutos
ya prendí el horno más de quinientas veces
ya hice pastas, pizzas, galletitas y tortas
hice mermeladas y dulces de membrillo
ya me peleé con mi pareja
y ya nos arreglamos
ya hice reuniones de zoom con mis amigos
y con mis no tan amigos
ya llamé a mi amiga que vive en Francia
y a mi psicóloga
y a mi tía que no quiero tanto
y a mi abuela
y a mi abuelo que escucha ausente pero escucha
ya miré las mejores películas de Netflix
ya vi dos series que me dejaron triste
ya me obsesioné con la trata de personas
con el patriarcado, con la contaminación
ya investigué sobre los discursos políticos
ya odié a Trump y a Bolsonaro
ya recé creyendo en nosequé
ya menstrué
ya me teñí las raíces
jugué al chinchón, al truco, al desconfío
intenté estudiar
para entender que igual no voy a poder
bañé a la perra muchas veces
la besé en las orejas
limpié los baños
lavé la ropa
amasé un par de panes
que se convirtieron en rocas de harina
abrí varios vinos y cervezas
los tomé para darme cuenta
que tomar sola no es tan divertido
también bordé cosas horribles
pinté
dibujé
copié obras de arte famosísimas
para comprobar que no soy artista

y esta es la primera vez que escribo.