9.5.16

Mi océano-piscina

Me desespera el hecho de no poder conocer el futuro. ¿Por qué tenemos recuerdos tan vívidos de lo que nos ocurrió antes, pero no podemos saber qué es lo que nos va a ocurrir después? Me acuerdo de absolutamente todo lo que me ocurrió en el pasado, hasta de cuando me horadaron las orejas para ponerme los pendientes ni bien había nacido. Qué crueles los adultos con las niñas de este mundo, ¿no?

Siempre pienso en el futuro, hago dibujos, intento pensar en las palabras de mamá, observo detenidamente los lugares que siempre habito porque tal vez, un buen día, me arrojen alguna pista.


Mis compañeros de escuela no saben de qué les estoy hablando. Pareciera que no entendieran mis palabras, o que incluso no hablasen el mismo idioma, pero lo hacen. Entonces, ¿por qué nadie entiende mi desesperación? Es como si cada día que me levanto, cada vez que pongo un pie en el suelo para bajar de la cama, me sumergiera en una inmensa piscina. Tan inmensa que no puedo visualizar ninguno de los bordes. Sé nadar, claro, sino el agua ya me hubiera tragado. De hecho, no sé si decir que es una piscina. Este mundo es mucho más parecido al océano, en extensión y por terrorífico. Pero no puedo ver el sol por ninguna parte, en ninguno de los extremos, como si tuviera un techo, pero entonces no es el océano, porque el océano no tiene techo, ¿o sí?

Me pierdo tanto en mis pensamientos que hay veces que no sé qué es lo que dice la maestra durante las clases. La clase que más me aburre es la de matemáticas. No puedo encontrar en mi vida un uso práctico para tantos números más que para comprar en el supermercado. Mamá siempre dice que la escuela es importante porque si no aprendo a leer, a escribir y a contar, no voy a ser “nadie” en la vida. Pero mamá, yo ya soy alguien, soy una persona, ¿o no? No necesito ser nada más. Ya sé leer y mi maestra dice que tengo una letra muy bonita. ¿Para qué necesito saber más?

Cuando le hago esta pregunta, siempre se queda pensando y no responde, pero hubo un día en el que me propuse saber cuál era la respuesta a esa pregunta. Fui corriendo hasta la habitación donde tiene guardados todos sus cuadros terminados, los a medio terminar, los bastidores en blanco y otro tanto de obras de pintores famosos. Mamá adora pintar. Cuando abrí la puerta estaba ordenando todo, como si viniese el presidente de visita.
—¿Para qué necesito saber más? — Le pregunté. Mamá me miró y su respuesta fue tan simple que me acuerdo de la frase completa.
—Porque si no terminarás durmiendo en la calle y con hambre. —
Todavía no encuentro la relación entre saber una cosa y comer cada día. ¿A los adultos les pagan por saber?

Hay días en los que despierto y observo mis manos, no parecen ser mis manos, se transparentan, cambian de forma y de color, pero luego vuelven a ser como siempre fueron, diez dedos gordos y cortitos. ¿Qué tal si todo es de otra manera y no como lo conozco ahora?

La rutina es siempre la misma: cepillo mis dientes, me peino, me visto (ya hago todo eso) y bajo las escaleras para desayunar. Como de costumbre, en el trayecto de mi habitación a la cocina, escucho a mis padres discutir. Los catorce escalones que dividen mi casa en dos se hacen eternos, quiero llegar lo más rápido posible para que se callen. Yo sé que frente a mí solo fingen que todo está bien, pero no me importa, prefiero vivir en la fantasía a que estén todo el día gritando y arrojando platos por los aires. Fue por eso que un día, después de la escuela, acompañé a mamá a comprar nuevos platos, porque no teníamos más, estaban rotos y en la basura, como los sueños de todos en esta pequeña familia.

Terminado el desayuno, papá toma las llaves del auto, su maletín, mi mochila y me lleva a la escuela. Nunca saluda a mamá cuando se va. Eso me enoja, pero no puedo decirle nada, no quiero que se ponga más triste de lo que está siempre.

Una vez, en la cena, les conté que Antonina estaba esperando un hermanito (Así me había dicho ella). Es mi amiga en la escuela, la única que quiere hablar conmigo, y a mí me gusta jugar con ella. No dio más detalles y yo no me animé a preguntar. No entiendo cómo es que se “espera” un hermanito. Quizás llegue un día en un paquete de regalo. Como cuando llegan los regalos que me envía la abuela.

Más tarde, papá me preguntó si yo quería un hermanito. Mi respuesta fue sólo la gran sonrisa que se dibujó en mi rostro. No tenía idea de dónde había salido. Segundos después, reaccioné y le pregunté si podíamos pedir uno por correo. Papá y mamá se miraron y rieron. Hacía mucho que no los escuchaba reír. Después de esta conversación siempre estaba atenta a quien tocaba el timbre, a ver si llegaba mi hermanito envuelto en un gran paquete o con un moño en la cabeza. Tal vez papá y mamá no tenían dinero para pedir uno, o tal vez no querían un nuevo integrante. Tal vez yo ya era demasiado.

Yo y mi océano al lado de la cama, éramos demasiado.

Luego de un tiempo, Antonina me contó que su hermanito ya había llegado, pero nadie había tocado el timbre ni había dejado ningún paquete, sino que a su mamá le había crecido mucho la panza como si fuese un huevo y tuvo que ir al hospital para que la curaran. De la gran panza salió un niño. Así aprendí que las mamás tienen sus propios hijos, no los piden a ninguna parte. ¡Qué maravilla la existencia! Es como la magia. Le habían puesto de nombre Felipe. Yo me preguntaba si le habían puesto así porque estaba feliz. Antonina me dijo que ella estaba feliz, no él, porque lloraba todo el tiempo. Quizás había caído al nacer en un gran océano parecido al mío. Pobre Felipe, nadie sabía lo que le pasaba.

Todos los días que llegaba a la escuela, Antonina tenía una nueva historia para contarme. Su vida era tan divertida. Todo parecía felicidad alrededor de su hermanito. Hasta que un día no apareció en la escuela. Fue raro un día sin ella. Cuando volví a casa, mamá me contó que su mamá había pasado al otro mundo, el mundo de la gente que ya no tiene más vida. Como mis abuelos. Me puse contenta, ella por lo menos tendría gente con quien charlar del otro lado de la pared de nuestro mundo. Esa pared es el cielo. O el techo, no sé.

Desde ese día no quise más un hermanito. Yo quería a mi mamá para siempre. Y se lo dije. Automáticamente se largó a llorar a cántaros y me abrazó. Me sostuvo así por tiempo indefinido, no tuve manera de medir cuánto. Cuando se separó de mí, supe que había llorado mucho porque mi remera estaba empapada en lágrimas. Lágrimas de mamá: quería escurrir la remera y guardar las gotitas en un frasquito, para acordarme que nunca más la tengo que hacer llorar. El resto de la tarde me sentí triste y no fue por Antonina.

Necesito que alguien me dijera qué es lo que va a pasar mañana, pasado mañana y el día después. Para saber qué hacer y como portarme bien. Sobre todo, por si mamá nos deja, a mí y a papá solos. Él no sabe cocinar. Y yo, mucho menos, con ocho años, ni a las hornallas me dejaban acercarme. Entonces, una tarde, le pedí a mamá que me enseñara a cocinar, así de rico, como ella sabía. Seguramente no sería difícil aprender. Después de pasar varias tardes mirándola y ayudándola a hacer la cena, sé cómo cocinar tortas, pastas y algunos cortes de carne de los que recuerdo el nombre. Con papá no nos vamos a morir de hambre. Y yo tampoco voy a vivir en la calle, porque ya sé hacer algo además de leer, escribir y contar.

A medida que transcurre el tiempo, el océano-piscina nunca se achica, pero tampoco tiende a agrandarse. Hay veces en las que puedo salir del agua, eso ocurre cuando me siento feliz. Cuando mis papás ríen o cuando la abuela me manda algún regalo. Porque todos los regalos que ella hace son fantásticos. Debe ser una mujer igual de fantástica. No la conozco. No tengo recuerdos de haber jugado en su falda ni de haber tomado con ella el té. Mamá dice que vive muy lejos y que no puede venir a visitarnos, pero a mí me parece que mamá es la que no quiere que la abuela venga.

Por supuesto que también hay veces en las que no puedo sacar la cabeza del agua, ni siquiera puedo nadar a la superficie. Pero jamás me ahogo, porque además de nadar, es como si algo me sostuviera y me regalara más oxígeno del que normalmente tengo para vivir en el mundo subacuático. Todavía no logro descubrir donde tengo las branquias, o si solamente la gran masa de agua que me rodea es producto de mi imaginación. Me cuesta creer que sea imaginario. La sensación de ahogo es real y hasta siento la picazón en los ojos cuando los abro después de estar mucho tiempo nadando.

Una tarde de domingo, el mundo parecía volverse negro y pesado detrás de la ventana. Yo no encontraba qué hacer en casa, y mamá no tenía ganas de cocinar. Una opresión en el pecho me asaltó por sorpresa y no dejaba que respirara, aquella cosa que me daba oxígeno bajo el agua, ya no estaba. Mamá notó que yo no me sentía bien, se asustó mucho. Entonces tuve que contarle del gran océano-piscina que yo tenía. No me guardé ningún detalle. Me esforcé mucho para que pudiera entenderme. Dejé sin llave la puerta. Fue como si toda el agua que estaba conteniendo dentro de ese océano-piscina, de repente, encontrara otro lugar a donde ir. Se vació al instante. Después me desmayé. Todo estaba más oscuro que antes, no había agua ni nada más. Sólo escuchaba voces, pero no entendía que era lo que decían. Eran frías y lejanas. Habías dos timbres que yo conocía, pero no lograba discernir a quiénes pertenecían.

Me perdí. El océano desapareció y yo no tenía donde seguir nadando ni donde seguir estando. Aquel mundillo bajo el agua me daba vida y ahora había desaparecido. Yo lo hice desaparecer. Yo me hice desaparecer.



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